
... una gran virtud y oportunidad para compartir con ustedes sus dudas, temores, deseos y situaciones para olvidar (o no) en ese rincón privado que todos tenemos y en el que nos gustaría pasar más o mejor tiempo: la sexualidad. Desde hoy les invito a recostarse en el diván veraniego para preguntar o compartir anécdotas sobre formas, colores, falsos mitos o cómo salir de situaciones indeseadas. Para animarles les contaré que hace poco una amiga vino a casa muy apurada. “Tía estoy fatal”, aseguró extrañamente distanciada. “Qué peste, ¿habrán llenado el contenedor de sardinas podridas?” la corté mientras trataba de sellar mis orificios nasales. “No, el grajo viene de aquí”, y se señaló la entrepierna”. Flipé. “Hace seis días que voy tumbando a todo el que me pasa cerca... ni cerrando las piernas impido que el tufo me envuelva en miradas de reproche higiénico”. Traté como pude de tranquilizarla (complicado con la cabeza metida en la bolsa del compost de mis rosales). La pobre estaba a punto de perder el trabajo, a los amigos y su red social (que no era gran cosa, pero tampoco era el momento de recordárselo) por un simple pero mortal olor pestilovaginal.
“A ver cari, ¿que has hecho con tu vagina en los últimos diez días?”, es importante marcar un punto de partida. Su respuesta me mostró las pautas de actuación inmediatas. Vaciló un poco antes de contestar: había tenido sexo con estúpido ex. “¿Y antes de eso?, porque seguro que después ni se habrá atrevido a llamarte”. Pues poco porque tenía la regla. ¡Equilicuá! Mi amiga, puro despiste, usa tampones durante la menstruación, y parece que también mientras practica sexo (no, no es un método anticonceptivo-absorve-espermatozoides, no me sean...). Así pues, las embestidas coitales proporcionadas por su no-tan-ex-error enviaron el pedazo de algodón a falopilandia. Y claro, tantos días por los pliegues vaginales dieron su fruto... por decir algo. La mandé a urgencias antes de que la infección lo hiciera al otro barrio. Moraleja: hay que despejar antes de entrar.
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