domingo, 30 de agosto de 2009

Al establo

Como el amor puede llevar a un huertano hasta el fin del mapa, ha sido sorprendente aunque no imposible recibir un mensaje de José Antonio desde un recóndito pueblo ruso de la provincia de Vólogda: “Llevo ocho años casado con Sasah, a quien conocí en Archena durante la recolección que, junto a una cuadrilla de compatriotas, llevaban a cabo en la finca de mi familia. Fue el típico flechazo en el que uno se da cuenta de que no es necesario hablar en mismo idioma, aunque por suerte Sasha dominaba el castellano a la perfección desde los once años, cosas de su padre. Como es la única mujer entre ocho hermanos, me decidí a mudarme a Rusia”. Aquí acoto para centrarnos en las curiosidades sexoculturales que nos envía nuestro amigo. “El antes de la boda los hermanos y primos de Sasha se reían mucho, y no sólo por el Vodka. Me daban palmaditas en la espalda mientras mugían como las vacas e imitaban a los cerdos en celo. Yo pensé que era cosa de los campesinos rusos, su manera de despedir la soltería, yo qué sabía. Llegada la boda en una iglesia recargadísima de todo, que luego supe ortodoxa, yo no me enteré de nada hasta que todos se precipitaron sobre nosotros para molerme la espalda a felicitaciones contundentes. Y llega el momento tan ansiado, pues aunque habíamos tenido nuestros más y nuestros menos, yo aún no le había hecho el amor a mi ya esposa. Creí que al fin conocería su cuarto, pero no. A la vuelta a casa de sus padres, donde aún vivimos, en lugar de hacernos entrar al dulce y calentito hogar me hicieron cargar con una manta de lana monumental hasta el establo. Me ayudaron a extenderla sobre un montón de paja (yo creí que sería trabajo para el día siguiente) y ahí me dejaron. Minutos más tarde llegó Sasha. Aquel lugar apestoso a boñiga era nuestra suit nupcial, donde nuestra primera noche serviría de estímulo a la proliferación de las ovejas”. Casi nada.

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