domingo, 30 de agosto de 2009

Gato por liebre


“Pobre Juan, me da mucha penita. Me ha puesto los cuernos, la criatura, y desde entonces lo cuido con tanto mimo que ni se acuerda que tuvo madre una vez”. Pensarán ustedes que hay personas que disfrutan con lo que al común le resultaría doloroso. No es el caso de Maite, según nos cuenta con su cariñosa y comprensiva forma de ser: “Mi chico era de los típicos muchachos que lideran la pandilla del verano por sus musculitos, su sonrisa profident y la interminable lista de tías a las que le comía los morritos todos los años. Y yo la buenorra (y no es por presumir) que se resiste a ese tipo de capullos.
Pero la vida y sus giros inesperados nos llevó al altar. Tuve claro desde el principio que era más que probable que mi cabeza terminara soportando más cuernos que la sala de caza del Palacio Real, así que le hice entender a Juan que yo tampoco tenía problemas para encontrar ligue. Todo iba bien hasta que la semana pasada, tras volver yo de un fugaz viaje al caribe puertorriqueño, se me echó a los brazos temblando como un conejillo y sollozando como una abuela en las novenas.
Te he puesto los cuernos, me dijo. Me resultaba raro, pues no parecía que llorara exactamente por eso. Ha sido... y se echó a llorar. Lo calmé y le dejé explicarse. Resulta que se había ido con los amigos de caza nocturna, y en la pista se encontraron a un grupo de chavalas imponentes con un estómago de hierro, ya que les retaron a una batalla de tequilas. Juan, que había elegido víctima desde el principio, se despertó al día siguiente en la cama de la muchacha. Satisfecho por la pieza cobrada, aunque no se acordaba de nada, quiso mirarle el cuerpazo mientras ésta dormía y... ahí estaba: tenía una herramienta viril entre las piernas como pocos. Desde entonces no es capaz de mirarse desnudo al espejo”. Lo que digo, siempre hay que comprobar la mercancía.



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