jueves, 13 de agosto de 2009

Por ahí no

“Éramos muy críos y en aquellos tiempos no teníamos televisión ni hermanos mayores que nos proporcionaran información para evitarnos ciertos (enormes) errores a la hora de enfrentarnos al sexo”. El caso de Oscar probablemente sólo pueda volver a repetirse en alguna familia inglesa instalada en una casa de campo de Ricote, en la que los padres deciden enseñar a sus hijos por la vía de la libre educación, sin tele ni Internet. A pesar de ello, he creído que su experiencia nos vale de ejemplo para ser más conscientes del modo en que el sexo, tabú en todos sus aspectos hace setenta años, es hoy un aspecto de nuestra condición social tan normalizado que se recurre a él hasta para vender helados.
Lo crean o no, lo que cuenta nuestro lector es tan real como la peluca de Michael Jackson, aunque cueste de creer: “Me eché de novia a mi mujer con catorce años, lo que me daba el privilegio de poder acompañarla a casa tras las lecciones de Historia y Geografía del padre José. Empezamos a darnos la mano con dieciocho, siempre bajo la atenta mirada de mi tía Ramona, nuestra incómoda sombra allá donde fuéramos. Y por fin, un diez de enero de 1961, nos dimos un sí quiero sin beso, pues la mirada de la tía Ramona se había convertido en un excelente inhibidor de contacto entre humanos. Como es lógico, nuestra noche de bodas fue un desastre, sexualmente hablando, y el comienzo de una larga cadena de naufragios que no entendíamos. Con la luz apagada, porque Ramona le había dicho a mi mujer que si me veía el sexo se quedaría seca (infértil), yo busqué donde plantar la semilla. Creí encontrar la vía, pero por mucho que empujaba no había manera de entrar, y a mi mujer le producía tal dolor que en pocos minutos ya estábamos durmiendo (bueno, yo tardaba un poco más). Tras un año de sexo fallido decidimos consultar al ginecólogo, que nos curó con cinco palabras: por el ombligo no, hombre”.



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