viernes, 28 de agosto de 2009

Segunda virginidad

Un nuevo desgarramiento. Eso es lo que María busca desesperadamente antes del 12 de septiembre: “Tengo veintidós años y un novio de etnia gitana, José Rubén. Nos conocimos en clase de guitarra española. La típica historia de amor profesor alumna, vamos, con un final que aún estoy por ver si es feliz o no. Su familia me acogió desde el principio como a una más, salvo su madre, que cada vez que me mira lo hace con un tic en el ojo y besando insistentemente su gargantilla de La Inmaculada. Tanto le molesta que yo sea paya que el día de la petición de mano (mis padres son muy clásicos, así que tampoco ayudan), la mujer casi muere asfixiada del disgusto. Tras mucho batallar, la madre de José Rubén accedió a bendecir la boda bajo una condición inquebrantable: ella me hará la prueba del pañuelo durante el banquete. Si todo sale bien, dice ella, pues a seguir celebrando el enlace, pero si el maldito pañuelo de la puñeta no tiene las tres manchitas de sangre correspondientes, ella en persona se encargará de anular todo tipo de relación entre nosotros”.
Bueno, en principio yo le diría a Cristina de hablar con su novio para evitarte la violación (es un punto de vista personal) con su suegra, pero como muchas relaciones interculturales, la cosa se complica: “Yo no soy virgen desde los dieciséis”. Ya la hemos liado. “Incluso llevo tiempo manteniendo relaciones sexuales con mi prometido. Él no puede deshonrar a su familia [¿Y a ti sí?]. No quiero que mi suegra me meta los dedos en el potorro, pero tampoco perder a José Rubén, lo amo”. El amor, por desgracia, todo lo puede. Si estás dispuesta a humillarte para no humillar, y tienes entre 1800 y 2500 euros que no vayas a utilizar para otra cosa, te pueden ensamblar los restos del himen y coserlos cinco días antes de la boda en una operación sencilla, ambulatoria. Ten claro que no estarás recuperando la virginidad, sino sometiéndote para siempre a tu suegra.

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